—Ay, nena, ¿te cuento lo que estoy haciendo ahora? ¿Quieres que te cuente? Estoy un poco loca. Te voy a contar…
—A ver, cuenta…
—Estoy aprendiendo a bailar sevillanas. Sí. Con una App. Me salen primero los dibujitos de las posiciones y luego también hay vídeos, que te muestran los pasitos primero a cámara lenta y luego normal. Sí, sí.
Mi madre y yo vivimos en distintas ciudades, así que no la veo desde Navidad. Tenía que haber bajado al pueblo a pasar la Semana Santa con ella y, como bien sabemos, no pudo ser. Vive sola, pero es muy fuerte. De salud y de mente. Es ella, a sus setenta y cinco años, la que le pregunta a su vecina Lolín de ochenta y dos si necesita algo del supermercado, la farmacia o la panadería cuando sale a la compra. “El día que bajo a la calle se me pasa la mañana volando. Entre las colas y el ritual de desinfección al llegar a casa se me van tres horas fácilmente. Me quito la mascarilla tirando sólo de gomita para afuera, luego los guantes. O al contrario. No sé. Si no los llevo puestos no me acuerdo de lo que va primero. Me saco las zapatillas y desinfecto las suelas con agua y lejía que dejo en un barreño en la puerta. Paso al baño. Me lavo bien las manos. Todos los deditos bien enjabonados. Me quito la ropa y la meto directa a la lavadora. Me vuelvo a lavar las manos y, por fin, ya puedo volver a ponerme la ropa limpia de andar por casa”, me explicaba el otro día.
—Jajaja, ¡qué bueno, má! Me encanta —le contesté entusiasmada.
—Es que me aburría con las clases de pilates online. A mi lo que me gusta es ir allí, al gimnasio, y reírme con mis compañeras y la profe mientras hacemos fuerza. Así que ya no me lo estaba pasando bien. No me apetecía y me daba mucha pereza. Y las sevillanas es algo que siempre he querido aprender a bailar.
—Pues estupendo. Es lo que tienes que hacer. Lo que te hubiera gustado en otro momento y nunca tuviste el tiempo —la interrumpí.
—Ya me sé bailar la primera. Ta-ca, ta-ca tán, ta-ca tán tán, ta-ca, ta-ca tán…
La imaginaba perfectamente, moviendo pies y manos al compás que me estaba tarareando al teléfono. Nunca imaginé que en su tercera edad fuera a tener tantas ganas de recuperar el tiempo que le robamos los hijos.
—Venga, que el año que viene nos vamos de feria a Andalucía a vestirnos de gitanas.
—Nena, no te rías de mí. Bonica iba a estar yo con el traje de volantes y lunares —se ríe imaginándose, al otro lado del teléfono—. Pero este verano cuando podamos vernos enseñaré a mi consuegra a bailarlas. Verás lo que nos reímos las dos viejas.
Me río. Es ella la que me enseña a mí cada día que no hay nada imposible si tú no dejas que lo sea.
—Claro má —no tengo palabras, sólo sentimientos de admiración hacia ella.
—Ay, qué ganas tengo de veros a todos —comenta ante mi mutismo, cambiando de tema—. Te tengo que dejar, que voy a ver si me hago una paellita, que es fin de semana y ayer compré todos los ingredientes. Hablamos luego. Un besito.
—Hasta lue… —escucho el pitido discontinuo que indica el corte de la llamada, comprobando que, un día más y con la que está cayendo ahí fuera, su vitalidad sigue intacta.