—Buenas tardes Jaime, puede dejar sus cosas en aquel perchero y sentarse ahí —le señala la psicóloga una silla al otro lado del escritorio donde ella está sentada.
Jaime se libera de todo aquello con lo que venía cargado y se sienta donde la psicóloga le acaba de indicar.
—Mire, he llegado a los treinta y cinco con mala salud, depresión, solo y en paro. Hace tres años me diagnosticaron una enfermedad rara. Tengo algodistrofia, que es una enfermedad osteomuscular crónica rara que se caracteriza por un dolor intenso de huesos. También me hace rozaduras, como una especie de quemaduras leves en la piel. ¿Ve? —le muestra su antebrazo levantando hasta el codo la sudadera que lleva puesta—. Y sudo mucho donde me salen estas rozaduras. Es una enfermedad más común en mujeres de cuarenta a sesenta años, que en hombres. Pero ya me ves a mí, con mi suerte en la vida, y esta enfermedad de mierda que me ha tocado. Absurdo nombre para una absurda enfermedad en esta absurda vida —le suelta de carrerilla. Se nota que no se siente cómodo contándole todo aquello y que pretende acabar rápido de hablar de sus sentimientos.
—Nunca antes había escuchado nada sobre esta patología…
—Yo tampoco. Pero la siento. Y duele mucho —el paciente no para mover las piernas, haciéndolas temblar arriba y abajo.
—Vayamos por partes. Primero hábleme de usted. Qué le gusta. A qué se dedica. Qué tal con su familia y amigos… —la psicóloga no termina la frase y observa que Jaime se acaba de levantar y se dirige hacia su mochila. La decuelga del perchero, la abre y saca de ella un pequeño bloc y un boli.
—Discúlpeme, pero me gustaría dibujar mientras hablamos. ¿Puedo?
—Sí, claro —en ese momento la psicóloga se da cuenta que está ante un paciente de los complicados.
Jaime abre el bloc de notas y busca una página en blanco. Empieza a dibujar lo que podría ser un agujero negro del espacio. Todo caos envuelto en algunos satélites. Ella lo observa mientras él va hablándole de sus padres y su hermano. No cuenta nada especial. Buena relación. Todos se preocupan por él. Jaime se siente como uno más dentro de la familia, pero es consciente de que ellos ya no pueden ayudarle más de lo que lo hacen. Habla también de sus amigos de toda la vida y de uno nuevo que hizo en un trabajo.
—A la vista está que no es que no tenga apoyos suficientes entre mi gente, si no que estos apoyos no me van a curar lo que yo tengo —argumenta Jaime, al tiempo que menea el boli ferozmente y en círculos sobre el paisaje galáctico que lleva trabajando los últimos quince minutos.
—¿Qué es lo que usted tiene? —aprovecha la psicóloga a preguntar a raíz de la última afirmación de Jaime.
—Pues miedo —Silencio—. Y nervios, ansiedad…Sólo me apetece comer sándwiches de atún con mayonesa.
Jaime sudaba más a cada minuto. Ella observaba su lenguaje corporal. El traqueteo continuo de sus piernas. El sudor en sus manos que le hacía volver a sujetar bien el boli una y otra vez. Las perlitas de sudor visibles en su frente y en sus sienes. Su manera obstinada de rellenar los espacios en blanco del bloc.
—Lo mejor para vencer su miedo a la enfermedad es saberlo todo sobre ella. Me gustaría que cada vez que se le ocurra una duda o le asalte un miedo relacionado con su salud física, lo apunte en un folio para luego hablarlo todo con su médico.
—Pero no quiero estar pensando todo el rato en la enfermedad. Al revés. Quiero que usted me ayude a evadirme de ella y olvidarla —le contestó Jaime en un tono bastante más elevado del que había predominado durante toda la conversación. Se le notaba que se había puesto todavía más nervioso.
La psicóloga llegó un punto en que lo notó demasiado agobiado como para seguir rascando hacia su interior. Sabía que a veces es muy complicado el hecho de que una persona llegue y se abra a contar sus sentimientos a un completo desconocido en la primera sesión. También podía darse el caso de que paciente y psicóloga ni siquiera se sintieran simpatía. Por el momento no era el caso por parte de ella, aunque no estaba segura de que no fuera así por parte de Jaime. Decidió entonces terminar la sesión para no agobiarlo más. Lo último que le pidió fue aquel dibujo. Estaba segura que a través de esta pieza que él había ido dando forma durante la sesión podía llegar a conocer a Jaime mejor que en varias sesiones tratando de entablar conversaciones que él, por el momento, prefería evitar. Cogió el dibujo y en seguida vio cosas muy claras en él sobre los sentimientos de Jaime. En aquella vía láctea había un cohete (él), rodeado de mucha oscuridad, pues había rellenado todo el fondo con el azul intenso del boli (la oscuridad representaba las tinieblas en las que se encontraba envuelto debido a los problemas de salud, miedo y ansiedad). Y luego había dibujado unos planetas satélites que rodeaban al cohete, amenazándolo (sus problemas) y alguna que otra estrella, con sus cinco puntas brillantes, pues les había dibujado una estela blanca alrededor (estas estrellas eran aquellas personas incondicionales que estaban a su lado, y todo aquello a lo que él podría agarrarse para salir de la oscuridad a la luz).
La siguiente sesión hablaron sólo de lo que a Jaime le apetecía. Le contó a la psicóloga que había ido a recoger setas con su padre y su tío; que ni se planteaba buscar trabajo ahora mismo; y que no había apuntado ni uno sólo de sus miedos. Sin embargo, la psicóloga de reojo veía cómo aquellos miedos iban aflorando a modo de mini esbozos de situaciones. Jaime estaba dibujando un cómic con una viñeta dedicada a cada uno de estos miedos. La psicóloga entonces lo vio claro. Le aplicaría una terapia de estilo libre, donde el propio Jaime eligiese su manera de expresar y canalizar sus sentimientos. Estuvieron viéndose dos veces al mes durante siete meses. Al principio Jaime sólo se dedicaba a dibujar y crear innumerables viñetas, algunas muy abstractas y otras clarísimas. Poco a poco se le fue quitando el miedo a hablar de aquello que le daba miedo. Otros días hablaban de música. A través de muchas de las canciones que Jaime escuchaba, la psicóloga podía comprender su estado de ánimo. Algunas las convirtió en historietas de cómic, adaptadas a su propia realidad, como Fall Back Down, de Rancid, dedicada a su amiga, de la que él llevaba alrededor de dos años enamorado.
Aprendiendo a expresar todo lo que llevaba dentro de la única manera que no lo incomodaba, Jaime fue poco a poco saliendo a flote de su depresión. Y para cuando ya veía los días a color, la psicóloga le sugirió digitalizar todo aquel material dibujado, dotarlo de un hilo conductor que ella podía sugerirle y enviarlo a algunas editoriales especializadas en la publicación de cómics y novelas gráficas. Al cabo de varios meses una editorial se mostró interesada en la publicación de un recopilatorio con algunas de sus más crudas historias y así Jaime, algodistrófico e introvertido, pudo empezar a vivir de sus ilustraciones y todavía publicó dos novelas gráficas antes de perder en un setenta por ciento la sensibilidad en su mano derecha. Una testimonial sobre su enfermedad rara y otra sobre su incapacidad para mantener relaciones amorosas sanas.