“Qué cojones. La gente es imbécil. Creen que vamos por la vida leyendo mentes y psicoanalizando conductas. A ver, gilipollas, ¿acaso tú vas vendiéndole pisos a la gente con la que te cruzas en el metro? ¿Les vendes casas a todos tus colegas cuando estás con ellos de cañas? Porque te dedicas a eso. Tu eres agente de propiedad inmobiliaria, y de los buenos, así que no sé por qué no le has vendido una casa a todas las personas con las que hablas al día, bocazas. ¿Qué? ¿Que deje de decir tonterías? Lo mismo estaba yo pensando de ti cuando me has preguntado si siempre sé cómo te sientes porque interpreto nuestras conversaciones y leo tu lenguaje corporal”. Tendría que haberle dicho todo eso al memo de su cuñado, pero callaba. Él siempre callaba por cortesía. Y por su hermana.
Sin embargo, sí anotaba ideas, insights con los que se cruzaba y que encontraba podían ayudarle para la creación de futuras terapias. Él no era un psicólogo de manual. Qué va. Él tenía su propio ‘librillo’. El que había ido creando a lo largo de sus diez años de carrera. Mucha gente alababa su metodología de trabajo, pues para cada paciente encontraba una forma de ayudarle a salir de su crisis. Primero los escuchaba, luego trataba de ponerse en su lugar, intentando sentir lo que ellos le habían contado que sentían. Y para ello necesitaba el silencio y la soledad de la noche. Entonces, con las luces apagadas, se transportaba a una vida ajena, viviendo momentos que no eran suyos, pero que necesitaba hacer suyos para obtener respuestas con las que crear terapias y herramientas adecuadas para superar cada problema mental. Ponerse en la piel de todos y cada uno de sus pacientes requería un nivel menor de consultas que el que habituaban a pasar sus otros dos colegas de gabinete. Él solo era capaz de pasar consulta tres tardes a la semana. El resto de tiempo se lo pasaba pensando como otras personas y escribiendo procesos de reconstrucción de autoestima, en base a la personalidad de cada uno.
La conclusión a la que había llegado tras el exhaustivo estudio de miles de pacientes era que el ochenta y cinco por ciento de patologías mentales con las que se topaba venía derivada de la incapacidad del paciente de quererse y auto-aceptarse a sí mismo, con sus dones o la falta de éstos. Y estaba convencido de que la culpa de todos estos desajustes mentales la tenía una sociedad donde el bombardeo de imágenes aspiracionales, corría más deprisa que la propia información sobre cómo lograr tales aspiraciones. Estaba seguro que en una sociedad donde la mentira no estuviese tan aceptada y tuviesen más valor las virtudes personales que distinguen a unos individuos de otros, no existirían tantísimos millones de personas afectadas por trastornos mentales. Quizá en ese tipo de sociedad su trabajo no fuese tan triste, si no más bien un trabajo de investigación sobre los diferentes comportamientos humanos frente a las diversas situaciones vitales experimentadas a lo largo de sus días. Sería más bien un investigador, casi como los sociólogos. Pero ahora mismo era tan sólo un sanador de autoestimas que hasta a veces caía él mismo en la trampa cuando leía una mala crítica sobre alguno de sus ensayos. Entonces se preguntaba “¿Te crees tan bueno como para que otro profesional tenga que utilizar tus técnicas de mierda?”. “Descuida, no lo eres”, se contestaba. Entonces reconocía su propio hundimiento. Su mente, como la de cualquier persona, era capaz de transportarle a las cimas más altas, casi llegando a tocar el cielo con sus dedos, así como de arrojarlo al vacío, en imparable caída libre. Pero él siempre llegaba a tiempo de sacar su paracaídas antes de estamparse. Conocer sus límites y aceptarlos eran sus dos motores para seguir siempre a flote. Por eso le fastidiaba tanto cuando la gente le decía si iba por ahí psicoanalizándoles…Si supiesen lo que le había costado autoaceptarse y lo que sufría con sus pacientes hasta conseguirlo…no existirían gilipollas de la talla de su cuñado, que ni se paraban a pensar en el todopoderoso y complejo papel de la mente del individuo.