Recuerda Salima que tendría alrededor de siete años cuando vio por primera vez el cuerpo magullado de su madre tras una paliza. Las contusiones violáceas le pintaban la espalda y los muslos, cubiertos siempre hasta los pies por una túnica de manga larga. Salima no sabía quién podría haberle hecho eso a su mamá ni porqué.

Cuando iba a cumplir quince años, su madre le confesó que iba a pasar a convertirse en esclava sexual de los soldados a los que hasta ahora servía la comida, lavaba y cosía las ropas. “Así lo ha dispuesto nuestro dios, el más grande y único”, le dijo su madre, convencida y fiel a las barbaridades más atroces profesadas en nombre del misticismo religioso. Pero a Salima no le gustaban los soldados, odiaba su actitud déspota, no entendía sus chistes y prefería tejer ropas, arreglarlas y diseñar nuevos modelos. Soñaba con abrir su propia tienda en el bazar. “Prefiero beberme el desierto”, fueron las últimas palabras que Salima dirigió a su madre antes de escapar un atardecer de cielo púrpura, el color del sinsentido que había inundado su infancia y que ahora se convertía en multitud de posibilidades cromáticas y estampados de la vida.
Precioso
Me gustaLe gusta a 1 persona